Gobernar es dar garantías, no discursos.

Colombia amanece con un nudo en la garganta y preguntándose con zozobra: ¿cómo volvimos a esta realidad?

El doloroso resurgir de la violencia política ha sacudido los cimientos de una nación que creía haber dejado atrás sus noches más oscuras. El atentado contra el candidato presidencial y senador Miguel Uribe Turbay no solo estremeció al país: nos recordó, con brutal crudeza, que cuando el odio se instala en el lenguaje del poder, las balas no tardan en seguirlo.

Sin embargo, en medio de la tragedia, el país ha respondido con algo más fuerte que el miedo: la solidaridad. Las marchas ya realizadas —y las que vendrán—, los mensajes de apoyo de todos los candidatos presidenciales, el homenaje unánime del Senado y las oraciones que millones de colombianos elevan desde cada rincón del país, son prueba de que la vida, la dignidad y la democracia siguen siendo un valor compartido. El alma de Colombia, aunque herida, no se rinde.

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Mientras el país tiende puentes para resistir el miedo, el presidente levanta muros para protegerse de la crítica. Una vez más, ha optado por victimizarse, incluso cuando el momento le exige autocrítica, liderazgo y altura. En lugar de representar la unión que el país necesita, ha preferido refugiarse en un discurso terco, como si el dolor colectivo no lo tocara, como si Colombia girara únicamente en torno a él y a sus propósitos. Hasta quienes fueron sus aliados le han dado la espalda, cansados de su obstinación, de su incapacidad para escuchar y de su desconexión con la realidad.

La hipótesis de que el atentado fue parte de una supuesta conspiración para desestabilizar al Gobierno resulta tan débil como insultante frente a la gravedad de los hechos. Es deber del presidente exigir resultados, no acogerse a hipótesis que lo favorezcan.

La no comparecencia de nueve partidos a las reuniones de la Comisión de Seguimiento Electoral, convocadas por el presidente y el ministro del Interior, Armando Benedetti, no representa una negativa al diálogo. Es, más bien, un llamado desesperado ante la desprotección, la inseguridad y la desconfianza institucional.

En paralelo, el Senado rindió homenaje al senador Uribe Turbay y manifestó su desconfianza en la capacidad del Gobierno para organizar y supervisar unas elecciones libres en 2026, por lo que solicitó a la Procuraduría activar la Comisión de Garantías Electorales para que presida los comicios venideros.

Quienes desde el poder han promovido un clima de hostilidad frente a las diferencias ideológicas deben entender que ese lenguaje puede traducirse, como ocurrió, en actos irreparables. La palabra pública no puede seguir siendo combustible para el odio.

Que Miguel Uribe recorriera las calles, conversara con ciudadanos de a pie y se sumergiera en las realidades de los barrios era símbolo de una Colombia que había aprendido a disentir sin miedo. Ese avance, sin embargo, se desvanece progresivamente por cuenta de las acciones y omisiones de un Gobierno que ha dejado de proteger lo esencial: la vida, mediante la seguridad, y la participación política, a través de la democracia.

El esquema de seguridad del senador el día del atentado era notoriamente insuficiente: apenas dos de los siete escoltas asignados lo acompañaban. La UNP había recibido más de veinte solicitudes formales de protección y ajuste del esquema, todas rechazadas. Su director, Augusto Rodríguez, respondió con frialdad ante los cuestionamientos: “hemos cumplido”. Esa afirmación, lejos de exonerarlo, lo compromete aún más. La familia Uribe Turbay ha anunciado una demanda penal en su contra, y con razón: las imágenes difundidas dejan claro que el atacante actuó sin ningún tipo de obstáculo. La omisión institucional fue total.

Mientras el país busca unión en un momento desconcertante, el presidente insiste en avanzar con una consulta popular por decreto, ampliamente señalada como inconstitucional, en lo que parece un intento desesperado por perpetuarse en el poder. Su desconexión con la gravedad del momento es, simplemente, alarmante.

La caída de esa consulta popular y la posterior construcción de una reforma laboral consensuada evidencian una verdad que muchos ya intuían: el objetivo nunca fue escuchar al pueblo, sino usarlo como excusa. Instrumentalizar la voluntad popular para beneficios personales es una traición a la democracia. Pero Colombia no es ingenua: los ciudadanos ya abrieron los ojos, y ni ellos ni el Congreso están dispuestos a permitir más manipulaciones. Desde el Senado y la oposición ya se han interpuesto demandas contra la consulta, exigiendo su revisión legal. Las reglas del juego democrático no están para acomodarse al poder de turno.

Para agravar aún más la crisis institucional, el presidente ha condicionado el retiro de la consulta popular a que el Senado incluya, sin más, los puntos que él exige en la reforma laboral. Como si eso no fuera suficiente, ha advertido que, en caso de que la Corte Constitucional no le dé la razón, recurrirá a su último y más preocupante recurso: convocar a una asamblea constituyente.
Señor presidente, lo último que faltaba: que el chantaje sea su método para imponer lo que no ha podido construir con diálogo. Ese no es el camino, y nunca lo será. Parece que se le olvida que, al igual que a usted, al Senado lo elige el pueblo. Y ese mandato popular merece respeto.

Colombia no puede permitirse regresar a los días en que las balas intentaban callar las ideas. Ese capítulo de nuestra historia costó demasiadas vidas y dejó heridas profundas que aún no cicatrizan. Hoy, cuando nuevos temores vuelven a tomar fuerza, resulta inaceptable que la protección se politice según la ideología. Sin importar el pensamiento, todos los líderes merecen las mismas garantías, las mismas que se le ofrecieron al presidente cuando era oposición.

El sicario que perpetuo este vil y cobarde ataque es un menor de edad, por lo que la legislación prevé que sea juzgado con un tratamiento diferenciado respecto a los adultos. No obstante, es fundamental subrayar que este no fue un acto de violencia cualquiera: se trata de un golpe directo a la democracia, a la libertad de expresión y a la libre participación política. Un hecho que nos devuelve, con dolor, a los años más oscuros de nuestra historia.

Por ello, este caso debe convertirse en un mensaje claro para las generaciones venideras y, sobre todo, para quienes utilizan a menores como herramientas de guerra o violencia política. Si estos crímenes no se sancionan por igual con toda la contundencia que permite la ley, continuarán ocurriendo bajo la lógica perversa de promesas económicas mínimas a jóvenes vulnerables.

No se trata de ignorar las complejas realidades sociales que enfrentan muchos de estos menores, sino de establecer un principio fundamental e innegociable: la violencia no tiene justificación, y mucho menos cuando se ejerce mediante la instrumentalización de menores de edad.

La Fiscalía General de la Nación tiene la responsabilidad histórica de actuar con celeridad, seriedad y transparencia. Colombia no necesita más hipótesis, sino respuestas concretas que conduzcan a la identificación y judicialización de todos los responsables, materiales e intelectuales, de este atentado atroz.

Este no es un momento para profundizar la polarización. Hoy Colombia necesita unidad, altura moral y liderazgo real. Como bien lo ha dicho el propio Miguel Uribe: “sin seguridad no hay paz”.

El dolor que hoy recorre a Colombia no se puede describir con palabras. La sensación de que lo avanzado se ha perdido, de que la seguridad se ha desvanecido y el miedo vuelve a instalarse en cada rincón del país, es una realidad que no podemos ignorar.

Porque lo que está en juego no es solo la vida de un líder político, sino el alma misma de nuestra democracia. No basta con condenar el atentado: es momento de que todos los colombianos se unan y le exijan al Gobierno garantías reales para que en 2026 se celebren unas elecciones libres, seguras y verdaderamente democráticas.

La prioridad en este momento es la recuperación del senador Uribe Turbay y el respaldo a su familia. Colombia entera los acompaña. Que pronto pueda volver a abrazar a sus seres queridos y continuar con su firme tarea de defender las libertades que tanto nos ha costado construir.

Por: Eduardo Nieto

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